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Mis peores miedos. Las pruebas diagnósticas
Durante mis tratamientos me dedicaba a hablar con los demás pacientes y sus familiares, coincidíamos siempre los mismos pacientes, porque si todo va perfecto, los tratamientos son cada 21 días, también leía, escuchaba música y me hacía fotos enganchada a la máquina, que luego subía a Facebook porque quería que la gente pudiera comprobar a través de mi experiencia real que no todos los pacientes con cáncer sufren durante su tratamiento, quería dar a conocer que en mi caso, y espero que haya muchos pacientes que como yo, no sufren y pueden vivir su enfermedad sin síntomas que alteren tu vida. Mis sesiones de quimio jamás fueron lo que yo pensaba, fueron todas muy llevaderas. Tan solo entré llorando a una de mis sesiones pero fue por otros motivos que luego contaré.
Por el contrario sí que me ponía muy nerviosa en las pruebas diagnósticas (tac, pet, gammagrafía) pero no por la prueba en sí, sino porque sufro de claustrofobia y el mero hecho de pensar en las máquinas y en la sensación de estar en un pequeño espacio me produce ansiedad. Momentos antes de realizarlas me dopaba con algún tranquilizante para poder enfrentarme al miedo del poco espacio. Durante la enfermedad al menos tuve que pasar en cinco ocasiones por estas pruebas tan temidas para mí. La primera fue la peor, porque se unía el miedo a lo desconocido, y mi terror a los espacios cerrados. Mis néuras claustrofóbicas me ponían al límite y después de haber pasado por muchas pruebas y sesiones de radioterapia puedo confirmar que mi mente no ha podido superar este miedo.
Éste era un momento importante en mi enfermedad, ahí estaba yo frente a mi monstruo, en este caso frente a la máquina del tac, me costaba respirar cuando tuve que ponerme una bata verde, las típicas que se cierran por la espalda. Recuerdo que me tiraba de la bata por la parte del cuello hacia abajo porque me agobiaba el simple hecho de llevar el pijama. La mente es poderosa, tanto para lo bueno como para lo malo y con los espacios cerrados mi mente siempre me juega malas pasadas y no logro controlar esa sensación opresiva en el pecho que te impide respirar. Si algo he aprendido durante este proceso es acerca del poder de la mente. Logré vivir feliz y mi mente fue capaz de asumir y enfrentarse de una forma extraordinaria a esta enfermedad, pero no logro superar mis miedos a los espacios cerrados. Cuando lo pienso me parece algo ilógico, el cáncer me pareció algo muy llevadero, pero me parece terrible la ansiedad que me produce enfrentarme a una simple máquina de tac.
Llegó el momento de la verdad
Me coloqué en la máquina; alerta y tensa, y para rematar mi estado de ansiedad. El técnico de la máquina me comenta que el contraste que me va a poner vía intravenosa me puede dar mucho calor. Me ataco y respiro profundamente, empieza la prueba y espero a que en unos momentos llegue el calor del contraste y espero, pero la prueba termina y el calor no llega. La prueba en sí no es traumática. Mis ansiedades y pasarlo mal es momentos antes, pero no mientras me la hacen. De verdad que estoy fatal del coco, tanto miedo y no ha sido nada. Me visto y me siento poderosa, otra prueba tan temida y ya superada. Cada tratamiento, cada prueba, cada día de enfermedad era una prueba superada, una experiencia vital en la que pones a prueba tu cuerpo y tu mente y compruebas que eres mucho más fuerte de lo que tú crees. Esta enfermedad está logrando sacar lo mejor de mí y cada día me siento orgullosa al ver quién soy y toda la fuerza interior que tenía escondida dentro de mí.
Una de estas pruebas la recuerdo con risas porque era una gamagrafía, prueba en la que se comprueba si hay metástasis en los huesos, y en esta ocasión tomé doble dosis de tranquilizantes que hicieron que la situación fuese hasta graciosa. Mi amiga Rosa vino conmigo, que a pesar de estar saliente de una guardia de 24 horas y sin dormir, se ofreció a acompañarme sabiendo mis numeritos de locura con las máquinas desconocidas. Para que fuera un poco más relajada nos fuimos andando desde Triana hasta el hospital Virgen del Rocío, al menos 40 o 45 minutos andando. La prueba en sí es un poco más larga de lo habitual porque desde que te ponen el contraste hasta su efecto han de pasar dos horas, tienes que irte y luego volver para la diagnosis en mi temida máquina. La noche antes me puse a investigar por Google y ver cómo era la máquina, quería ver a que me enfrentaba a esta ocasión, quería ver a mi monstruo el día antes.
Decidimos irnos a comer a una terraza de un bar cercano al hospital, era ya mediodía y era la hora para ello. El sol y los tranquilizantes, en mi caso, y la guardia de 24 horas en urgencias en el caso de Rosa, hicieron que el sueño nos invadiera, nos caíamos las dos de cansancio. Cuando llegamos al hospital la máquina se había estropeado y tuvimos que esperar más, por lo que estábamos exhaustas en la sala de espera. Cuando me llaman, los tranquilizantes hicieron que estuviese medio atontada y nada más entrar y sin decir ni una palabra, de forma automática y sin pensar, me puse a quitarme la ropa quedándome en sujetador. Cuando el enfermero me mira desde la parte más lejana de la habitación y me ve sin ropa, pone cara de asombro y me chilla. ¡No te quites la ropa, no es necesario! Para mis adentros pensé y terminé yo la frase que él no se atrevió a terminar; no es necesario que me des el día. Pensé en el cambio tan drástico que mi cuerpo había experimentado a lo largo del tratamiento de quimio y de corticoides. Durante todo el tratamiento es cierto que me sentí siempre bien, pero mi cuerpo visiblemente ha cambiado mucho: engordando 22 kilos y visualmente muy hinchada. El tratamiento ha cambiado mi cuerpo y parece que han pasado por mí 20 años en uno solo de los tratamientos. Vamos, que estoy horrible de fea. Cuando el enfermero me gritaba que no me desnudase pensé que el chico alucinó al verme, si llego a quedarme un rato frente a su ángulo de visión seguro que llega a tener pesadillas conmigo esa noche. Al salir a la sala de espera y ver a Rosa le cuento, muerta de risa, que casi le dá un infarto del susto al enfermero al ver que me estaba desnudando. Le digo: Cómo ha cambiado la película, si esto me pilla en mis buenos tiempos el chico no me hubiera gritado desesperado. Nos tomamos la anécdota con risas y con la alegría de haber pasado otra prueba, y en esta ocasión incluso fue muy divertida.
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